miércoles, 12 de agosto de 2009

El vigía



El vigía de la torre se había quedado dormido, aterido como estaba, de frío. Abrió los ojos sobresaltado sin saber cuanto tiempo había pasado. La desorientación le duró unos momentos. Enseguida, agarró su ballesta con firmeza y recorrió con la vista el adarve de las murallas. Algunas antorchas que titilaban por el viento constituían la única iluminación. La parte superior de las murallas estaba despejada. Después de dudar si continuaba despierto, echó una mirada por encima por encima del parapeto y tras dudarlo un momento se agachó para echar un vistazo abajo a través del agujero de un matacán. La guardia de la puerta seguía en su sítio. A escasos metros de distancia de la puerta, un buen fuego permitía ver un poco más lejos. Quizás más tarde podría bajar a calentarse y hablar un poco con los guardias. Por el momento tendría que conformarse con una antorcha que mantenía oculta para evitar convertirse en blanco de un asaltante. Una vez seguro de que no había nadie al otro lado del foso, levantó su antorcha y la agitó. El vigía de la torre norte, a su derecha contestó pronto con el mismo gesto. Se volvió para confirmar la torre sur... nada, oscuridad y silencio fue todo lo que obtuvo. Agitó de nuevo la antorcha y aguardó en vano. No hubo respuesta alguna. Ocultó nuevamente su antorcha y aguzó la vista. La zona de la fortificación en la que se encontraba era un lienzo con parapeto cranelado, saeteras en forma de cruz y torres a cada treinta metros. Sus dos caras estaban recubiertas de sillares bien tallados, mientras que el interior se había rellenado con sobrantes y piedra de menor calidad manpuesta. Las torres estaban bien pertechadas con matacanes en sus cubos superiores y ladroneras en el cuerpo superior. También había matacanes en las zonas más sensibles. El vigía había recorrido las murallas cientos de veces y las conocía bien, pero no podía dejar su puesto sin una buena escusa. Sin duda el centinela de la torre sur se había dormido... Era eso o... él mismo había dormido demasiado en la última involuntaria cabezada. Metió la mano en el atillo y extrajo una piedra. La sopesó y echando un pié atrás, se preparó para lanzarla. No era la primera vez que algo asó sucedía, no podía levantar la voz para no alarmar a la gente que dormía en sus casas a unos metros del interior de la muralla. Una falsa alarma armaría un revuelo considerable y sería con toda seguridad castigado por ello. La piedra dió en el exterior de la torre con un ruido sordo. Instantes después, la ansiada antorcha asomaba por parapeto para sosiego del autor del disparo, que levantó a su vez la antorcha. La torre norte respondió de nuevo a la llamada. El vigía ocultó de nuevo su antorcha y se sentó arrebujándose en la manta.

Abrió los ojos con espanto. Se había dormido otra vez. La pareció haber oído un ruido abajo. Se arrodilló y comprobó que no había nadie. Estaba oscuro. Alargó la mano a su antorcha y al mirar la encontró apagada. "Maldita sea, pensó, he dormido demasiado y se ha agotado el combustible." Iba a ponerse en pie cuando notó algo extraño. ¡Había alguien a su lado! No tuvo tiempo de hacer nada. Sintió que le tapaban la boca e instantes después, el filo de un cuchillo en su garganta. Acababa de empezar una guerra, pero para él ya no importaba.

martes, 11 de agosto de 2009

Microcosmos

Sus cuatro patas se posaron con firmeza sobre el sucio suelo del patio. Giró curiosa la cabeza al ruido de la rueda. Se acercó en silencio con el cuerpo encogido acechando. El hamster siguó sus juegos ajeno a la amenaza. De repente, Nina saltó sobre el techo de la jaula en su intento por cobrarse la pieza. Yuki se asustó, pero se mantuvo en su puesto, desafiante: -¡Mataste a mi única amiga, pero no podrás conmigo! Mi casa es más compacta y no me alcanzarás-. Siguió corriendo en su rueda a modo de burla, aunque tiritaba de miedo. -Lili no era tu amiga- soltó la gata radianta-, no os podíais ver. ¿Acaso lo has olvidado? Además, yo no la maté-. Continuó forcejeando para abrir la jaula sin éxito, hasta que hastiada, estiró el lomo y se tumbó. Yuki, que había corrido a esconderse en la bota que tenía por dormitorio, asomó su cabecita para mirarla desde abajo. -Ni siquiera pude asistir a su entierro...- Añadió con tristeza. La gata cerró los ojos y reclinó la cabeza sobre sus patas delanteras. Bostezó, tras lo cual su boca esbozó una relajada sonrisa. Yuki salío de su pobre escondrijo y se apresuró a cruzar la jaula en dirección al módulo nido. Cruzó el tubo pasarela y se ocultó en el piso inferior visiblemente atemorizada. De vez en cuando se asomaba al hueco que daba acceso a la terraza. "Se habrá dormido"-pensó. Su cuerpo empezó a entrar en calor de nuevo y se acurrucó imitando a su inesperada invitada. "Esta casa es fuerte... sólo Dios sabe como abrirla."- Se sentó pensatiba. -"Incluso Dios tiene problemas para encontrarme aquí... así que Nina no tiene ninguna oportunidad."- Se tumbó de lado relamiendose las patas delanteras para lavarse. -"Si ni siquiera es adulta... Incluso si me pillara en medio del patio no podría cogerme"- Terminó de asearse revolviénsose el pelo de la cabeza poniéndo sus manos por detrás de las orejas. Se asomó otra vez a la terraza con cara de sueño. Esta vez un ojo verde la esperaba. Sobresaltada volvió a la seguridad oscura de la planta baja y se echó a temblar. Nina levantó la mirada y bostezó estirando el lomo otra vez. De repente, unas grandes manos la atraparon y la levantaron. Yuki sólo pudo oír ruidos indescifrables en un tono desagradablemente alto. También oyó la voz de Nina que le decía: -Lili era mi mejor amiga... se murió de vieja. Nunca le hubiera hecho daño.

Al rato la jaula se abrió y algunas semillas cayeron del cielo. Una de las grandes manos bajó y la acarició de forma ruda... aunque Yuki dijo agradecida: "Gracias Dios".

Camino del cementerio

Esta tarde he ido al cementerio. Antes iba con mi abuela y ahora que ella no puede, lo hago con mi tía. Habitualmente, cuando vamos, no hay gente apenas. A ella le da miedo ir sola, -"no sea que me den un susto"- dice. La verdad es que no me importa ir al cementerio. Casi lo agradezco. Ultimamente no me aparto casi nunca de la pantalla del ordenador. Representa una oportunidad para caminar un poco, observar los retazos de naturaleza que aún nos quedan y muy cerca de casa. Decía que he ido al cementerio y, al ser el día del padre, sí que había bastante más gente que de ordinario: entrando, saliendo, en el camino. Haciendo una excepción, esta vez nos acompañaba mi madre. A dos pasos de la ermita del Cristo nos hemos encontrado con un conocido de ellas y hemos disfrutado de un alto en el camino. De pequeño no me gustaban nada estas paradas obligatorias. Se me hacían interminables. Era común que cuando se despedían, daban unos pasos y se volvían de nuevo a cascar... y otra media hora de alcahueteo. Entonces no había prisas. Eran otros tiempos y otras gentes. Bueno, el caso es que ahora, ya mayor, soy capaz de disfrutar las paradas y comprenderlas. Ahora que lo pienso... me doy cuenta de que cada día que pasa nos cambia irremediablemente y sin contemplaciones. Tras unos cuantos minutos de conversación, hemos proseguido. Enseguida hemos alcanzado el final del casco urbano y ya prácticamente todo era campo. El lado derecho del camino del cementerio está separado de la carretera por setos de aromático romero, intercalado con arboles, en su mayoría pinos. Los árboles están inclinados casi todos peligrosamente hacia la carretera, a la que dan sombra en su margen izquierda. Las abejas pululaban en abundancia rondando las flores del romero. Un escarabajo pelotero cruzaba el camino ceremoniosamente despreocupado. En la tierra las hormigas se afanaban en sus tareas. La primavera no espera. Explota como cada año llenándolo todo de vida, de renacimiento. Nosotros también morimos en invierno, sufrimos podas cada año y renacemos con energias renovadas al llegar la alegre estación. A la izquierda del camino se extienden campos de cultivo. Algunos árboles en la distancia persisten en romper y a la vez forjar el paisaje manchego. Una antigua noria reposa un poco más delante en el "sueño de los justos". Más abajo, su pozo sigue dando agua para regar el trigo y la cebada. El ciprés anuncia con trompetas apocalípticas que estamos llegando al lugar. Nuestro destino. Las paredes blancas se alzan pocos metros. Por encima afloran los tejados de los panteones. En las esquinas, cruces de hierro abrazan el recinto y lo protegen diciendo, "¡cuidado, que pisas suelo sagrado!". La sombra nos recibe al acercarnos. Algunos descansan del camino en los bancos. Hace calor. Se hace difícil pensar que puedan volver los hielos, a quebrar los sueños de algún agricultor. "Cementerio Municipal"- rezan las puertas de reja. ¡Que gracia! !Desde luego, la plaza de toros no es! El cementerio arranca en un pasillo central poco generoso flanqueado por una fila de cipreses. Entrados en años y bastante altos, proporcionan la anhelada tregua del sol. Las lápidas están agolpadas al principio. No hay apenas pasillos para acceder a ellas. Casi todas están orientadas hacia la calle, aunque hay alguna que va al revés del mundo. Esa debe ser la parte más antigua del camposanto. Un metros más allá comienza a haber pasillos hacia los lados formando cruces con el camino central, que proporcionan un acceso digno a las visitas. De hito en hito surge un panteón y otro. Construcciones curiosas en extremo, todas diferentes. Algún día tengo que ir cámara en mano y retratar los más destacados. Recuerdo que de pequeño (y no tan pequeño) me daban bastante miedo. Ahora me siguen causando respeto. No dejan de ser construcciones sombrías y extremadamente contagiosas de su soledad. Porque a pesar de estar rodeadas de sepulcros, los muros aislan el interior dándole un tono siniestro a todo. Si se dice que los muertos están sólos... no me quiero imaginar lo solitarios que se sentirán los que tuvieron la desigual "suerte" de ser sepultados para siempre en esas casas de la muerte, cruel, infame. Una vez dentro, seguimos caminos marcados ya en nuestro subconsciente, de tantas veces recorrido. Vemos nombres conocidos y caras algunas veces... ecos de un tiempo perdido que sufrimos en silencio. Muchas veces eran gentes con las que no tuvimos la fortuna de cruzar ni dos palabras. Gente que quizás formaba parte de nuestro paisaje, al igual que esas casas olvidadas que ya no están donde solían. Es tristeza y a la vez es alegría. Esa dualidad curiosa de la vida que se empeña en seguir a toda costa. Amiga de los cambios y las caras nuevas, enemiga de lo viejo y lo de siempre. Por un día, las lápidas quedan límpias. Nosotros, hoy, ya nos vamos, pero sin duda volveremos. Mientras, sólos, los muertos. De vuelta, escuchando música en mi mp3, con el sol aún vivo pero herido de la tarde; una furtiva mirada a mi reloj me recuerda que la primavera no espera y el tiempo no perdona.

lunes, 10 de agosto de 2009

Locura



Habiendo visto la verdad suprema,
abierta ante mis ojos, luna llena.
Si ni mi rostro a desnudar alcanzo,
perdida la batalla de antemano,
sin sacar las espadas de sus vainas,
ni la flecha del arco disparada.

Como la herrumbre puede a la armadura,
así el tiempo marchita la hermosura.
Del castillo las piedras van cayendo,
las torres se desploman con desprecio,
Desprecio que despierta a la tristeza,
tristeza que te deja de una pieza.

Y así mi alma se conserva pura,
para que la consuma la amargura.
Ese amor del que me confieso esclavo,
de el desdén nuevamente atormentado,
me declaro culpable ya sin duda,
del amante afligido, fiel locura.

domingo, 9 de agosto de 2009

La mesa oscura

Hay, en la ermita del Cristo, una mesa oscura. Pasa las más de las horas apartada en un oscuro rincón. Las miradas, aún encontrándola, la evitan. No es mesa extraña de por si. Es sólo una mesa vieja, con tantas capas de pintura y barnices que ya jamás se trasluce el color de la original madera que le diera vida y forma hace, nadie sabe cuanto. Si se la contempla cualquier día, desde la ignorancia, parece una mesa cualquiera. Vieja, ajada e indolente al papel que al destino plujo encadenarla. En cambio, cuando distraído niño pasea su despreocupada vida por el rincón dónde duerme, esperando, tal mesa; si a tocarla alcanzara, no hay madre que no se apresure a tomarle la mano y llevarselo lejos. A inexpertos ojos, tal parece que la mesa está vencida de vieja y que a tal razón obedece el abandono que sufre, en tan húmedo rincón, adonde nadie se acerca ni osa encaminar sus pasos si no es con miedo y reparo. Pero los más viejos saben que la mesa está retiesa y llegado el señalado día sabe cumplir su función postrera. Cuando doblan las campanas por un vecino, de la misa al cementerio, es costumbre hacer parada en nuestra ermita del Cristo. Allí preparan la mesa y depositan en ella el féretro con el muerto. Suenan cánticos y rezos, y pronto todo se acaba. Sigue el funebre cortejo. El Cristo se queda sólo y en su rincón del olvido, la mesa, sin un suspiro, queda aguardando su siguiente presa.