martes, 11 de agosto de 2009

Camino del cementerio

Esta tarde he ido al cementerio. Antes iba con mi abuela y ahora que ella no puede, lo hago con mi tía. Habitualmente, cuando vamos, no hay gente apenas. A ella le da miedo ir sola, -"no sea que me den un susto"- dice. La verdad es que no me importa ir al cementerio. Casi lo agradezco. Ultimamente no me aparto casi nunca de la pantalla del ordenador. Representa una oportunidad para caminar un poco, observar los retazos de naturaleza que aún nos quedan y muy cerca de casa. Decía que he ido al cementerio y, al ser el día del padre, sí que había bastante más gente que de ordinario: entrando, saliendo, en el camino. Haciendo una excepción, esta vez nos acompañaba mi madre. A dos pasos de la ermita del Cristo nos hemos encontrado con un conocido de ellas y hemos disfrutado de un alto en el camino. De pequeño no me gustaban nada estas paradas obligatorias. Se me hacían interminables. Era común que cuando se despedían, daban unos pasos y se volvían de nuevo a cascar... y otra media hora de alcahueteo. Entonces no había prisas. Eran otros tiempos y otras gentes. Bueno, el caso es que ahora, ya mayor, soy capaz de disfrutar las paradas y comprenderlas. Ahora que lo pienso... me doy cuenta de que cada día que pasa nos cambia irremediablemente y sin contemplaciones. Tras unos cuantos minutos de conversación, hemos proseguido. Enseguida hemos alcanzado el final del casco urbano y ya prácticamente todo era campo. El lado derecho del camino del cementerio está separado de la carretera por setos de aromático romero, intercalado con arboles, en su mayoría pinos. Los árboles están inclinados casi todos peligrosamente hacia la carretera, a la que dan sombra en su margen izquierda. Las abejas pululaban en abundancia rondando las flores del romero. Un escarabajo pelotero cruzaba el camino ceremoniosamente despreocupado. En la tierra las hormigas se afanaban en sus tareas. La primavera no espera. Explota como cada año llenándolo todo de vida, de renacimiento. Nosotros también morimos en invierno, sufrimos podas cada año y renacemos con energias renovadas al llegar la alegre estación. A la izquierda del camino se extienden campos de cultivo. Algunos árboles en la distancia persisten en romper y a la vez forjar el paisaje manchego. Una antigua noria reposa un poco más delante en el "sueño de los justos". Más abajo, su pozo sigue dando agua para regar el trigo y la cebada. El ciprés anuncia con trompetas apocalípticas que estamos llegando al lugar. Nuestro destino. Las paredes blancas se alzan pocos metros. Por encima afloran los tejados de los panteones. En las esquinas, cruces de hierro abrazan el recinto y lo protegen diciendo, "¡cuidado, que pisas suelo sagrado!". La sombra nos recibe al acercarnos. Algunos descansan del camino en los bancos. Hace calor. Se hace difícil pensar que puedan volver los hielos, a quebrar los sueños de algún agricultor. "Cementerio Municipal"- rezan las puertas de reja. ¡Que gracia! !Desde luego, la plaza de toros no es! El cementerio arranca en un pasillo central poco generoso flanqueado por una fila de cipreses. Entrados en años y bastante altos, proporcionan la anhelada tregua del sol. Las lápidas están agolpadas al principio. No hay apenas pasillos para acceder a ellas. Casi todas están orientadas hacia la calle, aunque hay alguna que va al revés del mundo. Esa debe ser la parte más antigua del camposanto. Un metros más allá comienza a haber pasillos hacia los lados formando cruces con el camino central, que proporcionan un acceso digno a las visitas. De hito en hito surge un panteón y otro. Construcciones curiosas en extremo, todas diferentes. Algún día tengo que ir cámara en mano y retratar los más destacados. Recuerdo que de pequeño (y no tan pequeño) me daban bastante miedo. Ahora me siguen causando respeto. No dejan de ser construcciones sombrías y extremadamente contagiosas de su soledad. Porque a pesar de estar rodeadas de sepulcros, los muros aislan el interior dándole un tono siniestro a todo. Si se dice que los muertos están sólos... no me quiero imaginar lo solitarios que se sentirán los que tuvieron la desigual "suerte" de ser sepultados para siempre en esas casas de la muerte, cruel, infame. Una vez dentro, seguimos caminos marcados ya en nuestro subconsciente, de tantas veces recorrido. Vemos nombres conocidos y caras algunas veces... ecos de un tiempo perdido que sufrimos en silencio. Muchas veces eran gentes con las que no tuvimos la fortuna de cruzar ni dos palabras. Gente que quizás formaba parte de nuestro paisaje, al igual que esas casas olvidadas que ya no están donde solían. Es tristeza y a la vez es alegría. Esa dualidad curiosa de la vida que se empeña en seguir a toda costa. Amiga de los cambios y las caras nuevas, enemiga de lo viejo y lo de siempre. Por un día, las lápidas quedan límpias. Nosotros, hoy, ya nos vamos, pero sin duda volveremos. Mientras, sólos, los muertos. De vuelta, escuchando música en mi mp3, con el sol aún vivo pero herido de la tarde; una furtiva mirada a mi reloj me recuerda que la primavera no espera y el tiempo no perdona.

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