domingo, 9 de agosto de 2009

La mesa oscura

Hay, en la ermita del Cristo, una mesa oscura. Pasa las más de las horas apartada en un oscuro rincón. Las miradas, aún encontrándola, la evitan. No es mesa extraña de por si. Es sólo una mesa vieja, con tantas capas de pintura y barnices que ya jamás se trasluce el color de la original madera que le diera vida y forma hace, nadie sabe cuanto. Si se la contempla cualquier día, desde la ignorancia, parece una mesa cualquiera. Vieja, ajada e indolente al papel que al destino plujo encadenarla. En cambio, cuando distraído niño pasea su despreocupada vida por el rincón dónde duerme, esperando, tal mesa; si a tocarla alcanzara, no hay madre que no se apresure a tomarle la mano y llevarselo lejos. A inexpertos ojos, tal parece que la mesa está vencida de vieja y que a tal razón obedece el abandono que sufre, en tan húmedo rincón, adonde nadie se acerca ni osa encaminar sus pasos si no es con miedo y reparo. Pero los más viejos saben que la mesa está retiesa y llegado el señalado día sabe cumplir su función postrera. Cuando doblan las campanas por un vecino, de la misa al cementerio, es costumbre hacer parada en nuestra ermita del Cristo. Allí preparan la mesa y depositan en ella el féretro con el muerto. Suenan cánticos y rezos, y pronto todo se acaba. Sigue el funebre cortejo. El Cristo se queda sólo y en su rincón del olvido, la mesa, sin un suspiro, queda aguardando su siguiente presa.

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